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Las puertas del esplendor

Este cuento fue escrito en 2021, tomando como inspiración el antiguo hotel Cervantes, donde Julio Cortázar (entre otras celebridades como Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares) frecuentaban en sus visitas a Montevideo. A 100 años del nacimiento del primero, comparto este cuento, a modo homenaje.

Apu

Las puertas del esplendor

Caminaron hasta el cansancio por el centro de Montevideo.

Ella se deleitó con cada pedazo de ciudad por volver a descubrir.

Él la acompañó, siendo turista en su propia ciudad.

Las referencias a su Buenos Aires natal pasaron incesantemente por su mente, reviviendo anécdotas que su memoria recordaba de lugares similares a aquellas esquinas ubicadas en el centro histórico de la capital uruguaya.

—Creo que todos los centros suelen ser muy parecidos —dijo él, lamentando el parco comentario que, sin embargo, arrancó de ella una sonrisa.

—Si —respondió ella mirándolo a sus ojos alegres—, pero nunca habíamos estado juntos para recorrerlo— y siguió caminando, terminando de enrolar su tabaco.

Él quedó abstraído mirándola unos pocos segundos, antes de devolverle la sonrisa y tomar su brazo para seguir jugando a ser extranjero en su propia tierra.

El otoño se avizoraba en las hojas amarillentas de la ciudad. La calle Soriano estaba repleta de hojarascas que revoloteaban tímidamente en pequeños círculos impulsados por el viento álgido. Caminaron un poco más, hasta que él frenó en seco.

—Momento —dijo, divertido—, vamos a resolver algo.

Era temprano, pero en plena pandemia no era recomendable dejar para último momento la seguridad de tener un techo en el cual dormir. Así, se debatieron opciones. Habían estado recorriendo la zona de la Plaza Independencia, por lo que las opciones hoteleras no faltaban.

Cuando vieron dónde estaban parados, él reconoció la calle Florida.

—Acá cerca tenemos lindos hoteles —dijo, con la seguridad que ser hijo de aquellas calles le proveía.

—Listo, te sigo —dijo ella, aferrándose fuerte a su brazo.

El primer hotel al que fueron se ubicaba al doblar la esquina de Andes. Para el extrañamiento de ambos, las luces no estaban encendidas y no había nadie en la recepción. Encontraron un timbre, que decidieron tocar. A los pocos minutos, una sombra apareció de entre las penumbras. Las luces se encendieron y el aletargado hombre se apareció frente a la puerta, para sin apuro alguno darles una tímida bienvenida.

Sin embargo, el hotel resultó no estar disponible.

—En plena pandemia nos vemos sobre-bordeados entre visitantes y los nuevos protocolos de limpieza. Disculpen, pero no podemos garantizar tantos recambios —dijo el apenaso recepcionista, arqueando hacia abajo su boca.

Ellos tampoco tenían mucho problema con ello. Una mirada cómplice bastó para agradecerle al recepcionista su tiempo.

Salieron y doblaron en Andes, donde divisaron otro hotel que, a simple vista, atrajo con su arquitectura la atención de ambos. Ella encendió el tabaco que un ratito antes había armado. Entretanto, se divirtieron mirando al hotel de arriba a abajo. Ella se rió cuando él intentó entrar, sin reconocer las enormes y modernas puertas negras, forzando las antiguas hechas de hierro, sin éxito. Al finalizar su tabaco, se puso su tapabocas y empujó la enorme puerta negra. El cartel decía “Tire”, por lo que la puerta no modificó su estática postura. Otra risa brotó a la par de ambos idiotas felices.

Al entrar, nuevamente se vieron sorprendidos, esta vez por la majestuosidad interna del hotel. Llegaron a la recepción, donde un señor de cabello blanco y ojos claros les esperaba elegantemente vestido. —Bienvenidos al hotel Cervantes —dijo, antes de proceder con todo el protocolo burocrático de los hoteles.

En pocas palabras, ellos pagaron su estadía y subieron para descansar de un largo día de caminata. Entre el millón de caricias que fueron y vinieron, las horas pasaron.

—¿Vamos a algún bar? —dijo él.

— Puede ser, podría comer algo sí —dijo ella, dubitativa.

— No, podrías no. Tenés qué —dijo él, que al instante notó lo patético de su comentario… —A las 12 cierra todo, lo que pasa —agregó, como si la desnudez de su alma preocupada por su bienestar le provocara el pudor que la desnudez de su cuerpo no le causaba.

Ya vestidos bajaron de la habitación, saludando al mismo recepcionista que les había dado la bienvenida. Salieron nuevamente a recorrer el centro montevideano. Bastó recorrer un poco por Soriano para saber que el éxito de su designio no estaba allí.

—Soriano de noche queda fantasmal— dijo él, como si al ver la calle reconociera en ella sus pasos de antaño, —pero a una cuadra de 18 tenemos San José, que ahí vamos a encontrar más de uno. Ella enroló un nuevo tabaco, mientras dejaba que sus ojos vean por enésima vez un paisaje que ya conocía y que, sin embargo, nunca había disfrutado por ella misma. Llegaron a Río Negro y sin mediar palabra alguna ella se detuvo frente al Bar Hispano.

—A mi me flashean los bares así— dijo.

Él sonrió y prosiguió a preguntarle, —¿Nos sentamos adentro o afuera?.

La noche, con un poco de abrigo, estaba apacible. Comieron, bebieron y hablaron de la vida hasta que las 12 se aproximaron.

—Parecemos la Cenicienta —dijo él, provocando la risa de ambos.

Ella acarició su mano, hasta que la apretó decidida y le dijo —Vamos, compramos un agua en el camino y subimos.

Volvieron al hotel. A diferencia de la tarde, la recepción presentaba una luz tenue, discreta.

—Aguantame un toque, que me intriga un poco todo —dijo ella, con ojos alegres. Así, comenzó a observar las bicicletas añejas que el hotel tiene en la vitrina principal, para luego acercarse a la pequeña biblioteca ubicada en la habitación contigua de la recepción. Con sus ojos, devoró los lomos de cada libro. Él la vió atentamente, hasta que sintió la urgencia de subir.

—Sin apuro, te espero arriba —le dijo, besándola en la parte superior de su cabeza.

Luego de recorrer los libros, ella quedó absorta con la arquitectura.

—Tenés un muy buen gusto —dijo una voz jovial que repentinamente emergió de las penumbras. Ella enseguida notó que trabajaba en la recepción, pero a diferencia del recepcionista anterior éste tenía el pelo negro y ojos grises, cromáticamente apagados y sin embargo alegres en su expresión. —Lo que ves es una combinación de la arquitectura original, que es de los años 20, con un rediseño interior de estilo vanguardista, que es de 1928. Todavía se conserva la mística del estilo italiano florentino de los años ‘30 —dijo, sin esconder la pasión que aquellos muros generaban en él. Sin embargo, se frenó repentinamente, ante la posibilidad de poder estar atosigando a la huésped.

Ella, una artista en el arte de entender las miradas, le dijo animada; —Por favor, seguí contándome más.

El recepcionista esbozó una sonrisa que le recorrió de oreja a oreja y sus apagados ojos grises de repente se encendieron, similares a dos piedras ónices.

—Entre los detalles que se mantienen de la arquitectura original tenés los pisos y toda esa yesería que recrean distintas escenas del “Quijote” de Cervantes —agregó, antes de exhalar.

—¿De ahí viene el nombre del hotel? —preguntó ella, con genuina curiosidad reflejada en sus ojos color miel, que para ese punto estaban abiertos de par en par.

—No…— dijo el recepcionista, entrecerrando sus ojos— El nombre del hotel viene del histórico teatro… — y, luego del silencio que perduró en la sala, el recepcionista comprendió. Como si hubiera sido poseído por un profundo insight, tensó su cuerpo. —Espera… —dijo, ladeando su rostro a la vez que lo aproximaba hacia ella con sigilo —¿Vos no tenés idea de la existencia del teatro?.

Apenas escuchó las palabras, ella arqueó sus cejas, como si le estuvieran preguntando por la temperatura en Bangladesh. Entonces, el recepcionista salió del mostrador. Con un nerviosismo a flor de piel, se dirigió hasta la puerta, trabándola cuidadosamente. —Es importante que no entre nadie mientras vamos —dijo él.

—¿Vamos? —preguntó ella— ¿A dónde?.

—¿Cómo “a dónde”, señorita? —preguntó él, en un extraño punto medio entre la risa nerviosa y la irritación —¡Al teatro!.

Antes de que ella pudiera reaccionar, el recepcionista comenzó a caminar rápido.

Ella lo siguió. Notó que su saco se le caía y lo levantaba apurado, lo que le dio un poco de gracia. Sin embargo, al tener sus zapatos en punta delante de sus ojos en la escalera no pudo evitar una leve risita.

—Llegamos —dijo él y, con una inconmensurable cara de alegría, encendió las luces del teatro. —El escenario está a la altura de la pileta más o menos…. el Teatro Cervantes tiene unos 553 m2… El techo es del año…

Ella intentó prestar atención, pero no lo logró. El esplendor de las puertas abiertas le provocó un profundo sentimiento maravillado que la dejó atónita. Durante un momento, su cuerpo se encontró en el teatro del Hotel Cervantes, pero su mente viajó en el tiempo.

De repente, se vió a sí misma ocupando una butaca del antiguo teatro. Las gradas estaban repletas de gente de gala. Ella no era la excepción. Al mirar sus manos, notó que estaban cubiertas por unos elegantes guantes de seda escarlata, que con su dedo índice enrollado sostenía un estirado cigarrillo de antaño. Al ver su cuerpo entero notó que llevaba un vestido blanco, serpenteado por un tocado rojo.

La escena le provocó escalofríos.

No entendía qué estaba ocurriendo, cuando estupefacta notó que a tan solo tres butacas de ella notó a un joven Jorge Luis Borges conversando con Adolfo Bioy Casares, entretenidos por la obra que se estaba interpretando. Con la parte inferior de la palma de sus manos apretó sus ojos para despertar de ese ensueño. A su izquierda, una voz grave le preguntó —¿Estás bien?.

Al mirarlo, notó a un hombre de barba y grandes ojos penetrantes. Era Julio Cortázar. Ella abrió sus ojos como dos platos e intentó responder. Todavía estaba balbuceando, cuando las luces se apagaron.

—Lo siento, tengo que cerrar todo —dijo el recepcionista, que en ese momento se acomodó su saco, como sintiéndose un poco aliviado de ya comenzar a emprender la vuelta a su lugar de oficio. —¿Sabes? Resulta que en este hotel se han hospedado grandes escritores —dijo él sonriente.

—Vi a Cortázar, a Borges y a Bioy Casares hace un instante —dijo ella, sin estar muy convencida de poder sostener las palabras que estaban saliendo de su boca.

—¡Quiero probar lo que sea que has estado consumiendo! —dijo el recepcionista entre risas. —¡Sólo te faltó ver a Carlos Gardel para tener al plantel de personalidades completo!.

Ella le agradeció profundamente por el pequeño pero hermoso tour.

—Para mí es un placer. Hace siglos que no me divertía tanto —dijo el recepcionista, sonriente.

Luego, ella volvió a la habitación. Su compañero la esperaba, arrellanado en la cama una vez que la vio entrar.

—¡Hola!— le dijo él, —¿en qué andabas?.

Ella se sentó a su lado y le estampó un beso antes de empezar a detallar lo vivido. Visiblemente emocionada le contó con lujos de detalles cada cosa que había sucedido, maravillada por el esplendor de las puertas del teatro.

Él tuvo ganas de decirle que no hubo esplendor más hermoso que el de sus ojos brillando de la emoción, pero la dejó seguir hablando de Borges, Cortázar, de un tal Bioy algo y, sin entender mucho cómo, a la historia llegó Gardel.

—Bien —dijo entonces, con el tono más encantador que pudo—, vamos a ver ese teatro.

—¿Seguro?—preguntó ella. No le quedaba claro si ese ímpetu era parte del hombre que corría cerca de diez kilómetros por día o una simple burla, que aunque carezca de maldad contrastaba con lo que ella necesitaba en ese momento.

—Sí. Así como me lo contas —dijo él, tragando saliva—, es algo que no me puedo perder.

Los ojos de ella se iluminaron. La miel dió paso al oro brillante. Su sonrisa mostró sus dientes y, acto seguido, tomó su mano y lo arrastró, casi a medio vestir, hacia la recepción.

Sin embargo, algo no estaba bien.

Cuando bajaron corriendo las escaleras, al llegar ella notó que el hombre de la recepción no era el mismo. Nuevamente encontraron al hombre de pelo blanco y ojos claros que, con cara de pocos ánimos se dirigió a ellos.

—Buenas noches, ¿puedo ayudarles en algo?.

—Si, recién hablé con otro muchacho acá en la recepción… —dijo ella— un muchacho de pelo negro y ojos grises. ¿No está por acá? Quería consultarle algo—, sintió que la pequeña mentira era necesaria.

—Mmm…— exclamó el hombre de la recepción, pensativo, —lo siento, pero esa descripción no me suena para nada. Yo trabajo en el turno de la tarde y noche. A las cinco de la madrugada me releva mi compañero, pero tiene el pelo rojo y los ojos verdosos…

Ella giró hacia su compañero con mirada triste. —¿Vos no te acordas del recepcionista que yo digo? Era el que estaba cuando llegamos del bar —le dijo, esperando encontrar una respuesta que la saque de la posibilidad del delirio.

—No, preciosa— le dijo él—. No recuerdo, cuando llegamos tuve que subir corriendo, me sentí mal y no presté mucha atención— [a nada que no seas vos mirando atentamente los libros], pudo haber agregado.

Ella no pudo ocultar su entristecimiento. Le dió la espalda a ambos hombres, dirigiéndose nuevamente a la pequeña biblioteca. Su mano palpó los lomos de un par, cuando encontró un pequeño ejemplar de “La puerta condenada” de Julio Cortázar. Notó que dentro había una fotografía, otrora utilizada como marca libros. Al observar la fotografía detenidamente, notó al mismo hombre que la había llevado a recorrer el teatro. La fotografía estaba fechada en 1956.

De repente, un escalofrío recorrió su espalda.

—¿Estás bien? —le preguntó su compañero, poniendo una mano en su hombro.

Ella, con una mirada sombría, le respondió que sí. Sin embargo, con absoluto extrañamiento, él notó que algo en ella había cambiado. Los ojos miel se habían vuelto del color de la ceniza.

A las tres de la madrugada, ella se levantó de la cama.

Vió a su compañero dormir profundamente a su lado. En otro contexto, lo habría abrazado y besado, disfrutando de su calor por última vez antes de volver a Buenos Aires. Sin embargo, algo le estaba tironeando el alma. Notó que el armario, ubicado al fondo de la habitación, contenía un extraño resplandor en su interior.

Cuidadosa de no hacer movimientos bruscos, se salió de la enorme cama que los envolvía. Arrastró sus pies como por inercia hasta estar frente al resplandor. Inmóvil, se quedó frente a las puertas de madera durante un instante, hasta que sus manos tomaron ambos tiradores. El esfuerzo le requirió una fuerza sobrenatural para tratarse de una simple puerta de armario. Frente al brillo desatado, sus ojos nuevamente se tornaron del color de la miel. La sonrisa volvió a su rostro. Con un leve impulso, se ayudó con sus manos para elevar primero una rodilla y luego la otra, adentrándose en las puertas del esplendor.

Apu

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