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Leviatán Desencadenado

Pues, ¿quién soportaría los azotes e injurias de este mundo, el desmán del tirano, la afrenta del soberbio, las penas del amor menospraciado, las tardanzas de la ley, la arrogancia del cargo, los insultos que sufre la paciencia, pudiendo cerrar cuentas uno mismo con un simple puñal
Hamlet – Shakespeare

Escritores como Shakespeare o el propio Hobbes, de los llamados “universales”, tienen esa invitación a pensar qué es lo que sostiene sus obras, sus ideas, sus pensamientos, sus reflexiones y los sentires descritos a lo largo del tiempo. Por esos mismos trotes lleva el pensamiento filosófico, que nos conecta con dilemas, reflexiones, respuestas y propuestas políticas que, por más que tengan 2500 años de antigüedad, nos interpelan en nuestro presente, ese escurridizo tiempo que empieza de forma tan breve como termina el “ahora”.

Sin embargo, lo efímero no elude la responsabilidad de asumir, de parte de quienes ocupamos ese tiempo presente, que el mismo está en construcción constante y que, por tanto, demanda de nosotros una respuesta, seamos conscientes de ello o no. Curioso dilema de nuestra contradicción humana: somos tiempo y somos finitos. Lo que hacemos con ese tiempo, nos constituye. Lo que colectivamente hacemos de esa respuesta, nos deja inexorablemente en las puertas de la filosofía política. A continuación, vale la pena preguntarnos: ¿Qué pasa con los “sistemas políticos occidentales” hoy? ¿En qué me cambia lo que pasa hoy en nuestras cascoteadas democracias, en las rengas instituciones políticas, en los acéfalos partidos políticos? Y una última pregunta nada menor… ¿Cómo entender nuestro tiempo político? 

Y como buen primer paso, podemos comenzar por situar el pensamiento. «De la nada, nada surge»: todo pensamiento tiene su tiempo, su lugar y su condición material que abre o cierra las tan aclamadas puertas de la oportunidad. Ahora bien, entender a la política “moderna”, que rige ni más ni menos que “las fórmulas” que dan un marco a nuestras políticas de Estado, es fundamental para entender nuestros propios procesos, por más lejano que nos parezca. Justamente, sobre ellas se basaron los “caudillos” que dieron razón de ser a los Estados nacionales latinoamericanos, no excentros de los procesos que buscan la racionalización del gobierno de la vida en contextos que apunten a un modelo democrático. 

Un poco más atrás en el tiempo, Hobbes desarrolla su obra “Leviatán”, en la que sentaría las principales bases teóricas de los Estados nacientes en la modernidad, dando fin a la violencia de las guerras civiles y legitimando un mecanismo de convivencia que garantice la paz y libertad de sus individuos. Sobre la base de un sistema de naturaleza que entiende al hombre como esencialmente egoísta, competitivo y violento con lo que atente con su beneficio, Hobbes plantea que surge la figura de nuestro Leviatán. Así, una figura bíblica y que consiste en un monstruo acuático (similar a una serpiente marítima gigante), que según el fragmento también se le adjudica la posibilidad de escupir fuego es la elegida por Hobbes para representar al “poder”. O dicho de otra manera, es desde la figura de esta bestia que Hobbes interpreta el poder naciente de este pacto: el “dios mortal”, compuesto de individuos por millones, dan cuerpo a una respuesta política que a cambio de nuestra libertad y seguridad, nos exige confiarle la legitimidad de la violencia interna. 

Curioso pacto. La bestia que llevamos dentro ya no nos atormentará. Pero a cambio, nos estará cuidando esa figura de poder absoluto que nos demanda el oficio del rebaño. Ovejas tranquilas, a cambio de la seguridad pactada con el lobo. Sin embargo, el propio Hobbes, que como Maquiavelo y otros escritores políticos de su tiempo, acostumbraron a elaborar verdaderos “manuales” que orienten la práctica de los príncipes nacientes, encontraron en los pactos “civiles” de gobernanza la tan ansiada esperanza de dejar atrás la violencia que reinaba en sus ciudades y sus tiempos, donde la sangrienta guerra civil de San Bartolomé llevó a Hobbes a la necesidad de escribir esta obra. 

En definitiva, desde Hobbes comprendemos el instrumento técnico que constituye nuestra construcción colaborativa suprema: nuestro pacto de convivencia para dejar atrás el “estado de naturaleza” que nos constituye si nos libramos a la mísera suerte de nuestras individualidades aisladas. O más que aisladas, destinadas a batallar entre sí por la

subsistencia, podríamos decir. Sin embargo, también es importante comprender la visión “mecanicista” detrás de esta forma de entender nuestra convivencia. El renombrado filósofo racionalista francés René Descartes, en el siglo XVII, aplicó esta lectura mecanicista al propio individuo. Esta misma representación es la que aplica Hobbes al “hombre común” o el nosotros político. 

Desde esta lectura, la autoridad significa el maquillaje del estado de naturaleza, que por más lejano nos parezca, tanto el Hamlet de Shakespeare como la propia cotidianidad nos llevan a preguntar: ¿qué pasa con ese estado de naturaleza? ¿No es, de alguna forma, “barrer debajo de la alfombra” el montar una estructura a contra natura de lo que se entiende que es nuestra condición natural y, por tanto, definitoria de nuestra identidad? Sin dudas son preguntas que siguen vigentes, y el propio Hobbes lo tuvo presente en su obra De Cive, donde en su capítulo XVIII planteó, en relación al cuidado de la legitimidad contraída por el gobernante que; 

la justicia sea igualmente administrada en todos los estratos del pueblo, es decir […] que tanto las personas ricas y poderosas, como a las personas pobres y humilde, se les reconozcan sus derechos cuando hayan sido injuriadas, de modo que los poderosos no tengan mayor esperanza de impunidad cuando hacen violencia, deshonor o injuria a los de la clase más pobre. Pues en esto coincide la equidad, a la cual, por ser precepto de la ley de la naturaleza, un soberano está tan sujeto como el más humilde individuo del pueblo. 

(Hobbes, 2001: 292.) 

Cabe preguntarse que, si las reglas cambian; ¿no deberían ser parte de estos procesos sus propios jugadores? ¿La ciudadanía acata como un rebaño lo que el pastor gobernante viene a indicar? 

Este es el punto más complejo. El ideal artiguista, tan citado como lavado en los procesos de gobernanza que pretenden arraigo popular, invita a una reinterpretación de la gobernanza en verdadera clave popular desde sus dimensiones participativa y comunitaria. Cuando los gobiernos ven desgastada su legitimidad y además se le sigue una crisis económica y social que agrava estos procesos, estas discusiones ya pasan a trascender por mucho a las banderas políticas partidarias nacionales, para ser causas internacionalistas. En ellas, la rueda del eterno retorno de lo mismo encuentra su posibilidad de transformación. La democracia se construye, peldaño a peldaño, desde la base de la participación y la generación de espacios de gobierno que, desde sus necesidades y urgencias sociales, logre desarrollar instituciones que articulen los esfuerzos por responder de forma íntegra a estos problemas. En eso se juega la legitimidad de los procesos y con ellos el sistema político que en síntesis gobierna los espacios que construyen nuestras cotidianidades. Y como “nada podemos esperar, si no es de nosotros mismos”, la soberanía vale en la medida que se aplica. El pensamiento propio es un ideal que suena precioso, pero ser coherentes con él no va de la mano de un chovinismo hacia “un afuera” o un agente externo que sirva como enemigo que deje atrás toda diferencia, en nombre de nuestra protección y libertad. Esa lección es hora de aprenderla. 

Por esto, nuestros tiempos son tiempos de reconstrucción. No me interesa “culpar” a los sectores políticos por su alejamiento de los sectores populares y sociales que dan carne a la militancia por lo alternativo, en defensa de los y las oprimidas de un sistema que, en

nombre del liberalismo individual, nos señala que el camino es acumular cuanto podamos, y que mejor nos apuremos, porque el tiempo se va y las urgencias te corren de atrás. Así, día tras día volcado a la cotidianidad, olvidamos que en el trasfondo, lo que nos apuran son las cadenas que aceptamos, en nombre de la seguridad. Por tanto, explorar en las experiencias del cooperativismo en el campo económico, en la cooperación obrero-estudiantil como respuesta a la cultura contra-hegemónica, en el feminismo y la sensibilidad de las desigualdades más cotidianas, en la racialización y el llamado a la igualdad, pero con previo análisis de las situaciones de discriminación laboral y cultural, son un largo proceso que debe converger para que la democracia alcance una alternativa real sobre la mesa. 

La educación también merece ser contemplada bajo estas percepciones de la realidad, ya que más tarde o temprano en nuestra historia, haremos valer la laicidad como herramienta de tolerancia de las diferencias y no como mecanismo de censura ante las voces que desentonan el coro del mensaje que “se quiere” mostrar desde el poder. 

Por lo pronto, un recordatorio a tener presente en el desenlace de cada una de las historias de nuestros pueblos: no olvidemos que los rebaños pueden ser silenciosos, pero no dejan de ser una abrumadora mayoría

*Artículo publicado el 17 de noviembre de 2021 en Cooltivarte Portal.

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