El siguiente es un cuento, escrito por Nicolás Mederos y musicalizado por Manuel Fernández. El mismo es parte del poemario musicalizado, titulado «Poesías para ojos despiertos».
Este cuento homenajea la lucha del Colo Colo por los derechos humanos y la dignidad de su pueblo, que no olvida el estallido social que, aún hoy, mucho resuena en su consigna: Chile despertó.
Gracias Cacique, por la oportunidad de compartir nuestro arte en tu estadio, tu casa, y una actividad que dignifica en su lucha por garantías de no repetición.
Pichanga (colocolina): — Que fue falta, hijo de puta— le dijo, alzando su rodilla en punta contra la cadera de su adversario. — Hijo de puta tu vieja— le espetó Gastón, devolviendo un puño dirigido a la mejilla de Rodrigo. Era en las calles del suroriente santiaguino, frente a la hosca mirada del cacique donde, al ver la escena, dos hombres se acercaron con preocupación con urgencia a separarlos. — Me pegaste a mí. — Se fue antes. Así discutían los dos niños sobre el destino de la pelota. No era fácil la pichanga en canchas inventadas. Gastón lo sabía y además tenía visto que Rodrigo era habilidoso. Fue sucio, es verdad, pero logró que el grito de gol sea ahogado. De repente ven que sus mamás los empiezan a llamar. Los niños se miran, con la mirada extraviada pero los pies activaron enseguida la operación retorno al hogar. — ¿Qué pasó, mamita?— preguntó cada niño en casas contiguas a sus respectivas madres. — Hay toque de queda, mi’jo— dicen ellas, frotándose con los nudillos los ojos y luego con las palmas el resto de su cara. Los niños estaban a salvo, en casa. Las niñas, hermanas de los gladiadores de fútbol callejero, se sumaron esa tarde a los escolares que decidieron evadir el pago del boleto, que al igual que el resto de las tarifas liberadas al juego del consumo y tengo no cesaban su aumento. “Toque de queda” dicen las madres, que en el seno de una pobla con vestigios de memoria, saben lo que ese término significa. Conscientes de la rabia; madre de la rebeldía de quien hace su propio juego, la bronca que ruge en el aleteo que genera viento en su propio vuelo de estudiante, ante una nueva alza, olvida selectivamente que todo reclamo de un mundo distinto es una ofensa a las más sacras leyes del bazar global. Las madres temen, ante el recuerdo o el relato aún estridente de aquella policía violenta en su naturaleza; desmesurada en el golpe ante las quejas; de gusto adquirido por el fácil disparo. Las madres más desconfían al escuchar la palabra de aquella marioneta presidenciable que dijo hacer frente de guerra ante "un enemigo poderoso e implacable"; cuando esas mismas madres peinaron sus tiernas trenzas a un costado a la vez que a las apuradas vestían como podían a esos monstruitos con traje de prototipo de ciudadano, hace nada más que unas pocas y hogareñas horas antes de esa triste tarde frente al noticiero. Por su parte, las niñas no temen. Nada saben de esa pichanga a gran escala que en vez de codazos esparce sus discursos de miedo, que en vez de agarrarte de la camiseta genera terror con sus mil tretas de pantalla y que sin juntarte los tobillos de una patada te separa con sus prejuicios prefabricados de tus iguales, sembrando el caos y la incertidumbre que marca las líneas de la cancha de este juego pensado para que a los dueños nunca les saquen la pelota, no sea cosa que se les ocurra jugar un ratito a las masas. Entonces las niñas, que no conocen de la DINA en el pasado, ni de las mutilaciones posteriores, se paran en pie de guerra y claman en sus griteríos ante los rabiosos perros acorazados de boca espumosa, dientes afilados y mirada hirsuta: “Qué vivan los hijos de puta”.
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